miércoles, 29 de abril de 2015

Discurso: “El mordisco de la medianoche” Ganador del II Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor

“Hoy quiero presentarles a ustedes una historia que pronto dejará de ser mía, porque los relatos publicados se separan de sus autores para tener vida propia. Para seguir solos su camino y perpetuarse luego en el corazón y la memoria de los lectores.
Cuando uno asume este oficio de contador de historias siempre está al acecho para capturarlas, como un cazador tras su presa, pero ellas se esconden.
Sin embargo, de pronto saltan a tu encuentro, cuando no las esperas. Y se adueñan de ti y de tu pluma.
Deambulaba por esta ciudad llena de historias increíbles y desgarradoras, en cada semáforo, en la entrada de los supermercados, en las calles, siempre hallaba una o varias victimas del desplazamiento, con los carteles rústicos que contaban su historia, extendiendo sus manos tras una moneda. El corazón se encogía en los primeros encuentros, luego se fue blindando poco a poco para intentar olvidar el dolor de haber tenido los ojos abiertos.
Y debajo de esa costra de aparente insensibilidad fue surgiendo un deseo: escribir una historia de desplazamiento. Quería que los niños y jóvenes lectores de mi país fueran sacudidos por ella. Por tanto el protagonista debía ser un niño o una niña, que les permitiera identificarse.
Me puse en la tarea de mirar qué precedentes había en nuestro acervo literario. Nuestra literatura infantil y juvenil no es muy abundante en ese tipo de historias. Releí Paso a paso de Irene Vasco, Los agujeros negros de Yolanda Reyes, y No comas renacuajos de Francisco Montaña, tres historias bellas y desgarradoras a la vez. Ellas hablan de dolorosas verdades inocultables, como el secuestro, la desaparición forzada y la subsistencia en situación de marginalidad extrema, pero ninguna de ellas se ocupa de los desplazados.
Me senté varias veces a diseñar la historia. Creía conocer sus ingredientes. Además tenía una confianza razonable en mis limitadas capacidades narrativas. Pero todos los intentos de hacer un relato de diseño fueron fallidos. La historia se escondía siempre.
De pronto el relato vino a mí. Otra vez durante un viaje, como siempre me ocurre. Le agradezco a la vida que me haya concedido la capacidad de mimetizarme con los lugares: considero que ellos no son testigos mudos en la vida de los hombres, sino también actores en la existencia de aquellos que con espíritu abierto vagamos por ellos. Cuando viajo procuro visitar los lugares con los cinco sentidos. Palpar sus texturas, llenarme de sus olores, probar sus sabores, oír sus sonidos y ante todo ver sus paisajes.
De pronto, en febrero de 2008, estaba en la Guajira con tres maravillosos compañeros de viaje y con la compañía de un guía nativo. Recorría ese desierto sin caminos trazados, abriendo todos los poros para llenarme de desierto, de mar color turquesa y de viento indómito que es como una escoba loca que barre esos espacios inmensos.
Y la historia vino a mí: un nombre oído al azar de una chica guajira en El Cabo de la Vela, fue el detonante. Unos parajes exóticos con nombres extraños como el Desierto de la Ahuyama, las rancherías que tercamente perduran en un clima extremo, el tren más largo del mundo con sus 148 negros vagones, una playa interminable y solitaria con un nombre sonoro de vocales llenas –Taroa-, cementerios blancos que producen reverencia, una vegetación escasa compuesta de trupíos y muchas manchas móviles: las cabras domadoras de riscos que están por todas partes... Los ingredientes geográficos estaban completos.
Entonces, a la poderosa geografía debía agregarle la ficción. Y surgió Mile, la pequeña protagonista, unida a su desierto, anclada en él, casi como una lagartija."